Se escondió el sol y yo
estaba impaciente por salir de aquella celda. Me encantaba recorrer aquellos lúgubres
pasillos con olor a formol. El sonido de las débiles respiraciones al compás de
aquellos agudos pitidos.
Con el paso del tiempo, podía advertir cuando se
acercaba la hora del final. Hoy le tocó
a Jessica. Sus hijos la ingresaron diecisiete años atrás de forma involuntaria,
la angustia de permanecer en aquel lugar se notaba en la expresión de su rostro,
aunque ella ya murió al llegar aquí. Nunca la escuché hablar, le gustaba
acariciar mi pelo, mientras yo me alimentaba.
Cada noche, me dedicaba
a recorrer las celdas, vigilando que todo estuviera en orden. Aquellos enfermos
eran mi familia, ellos me alimentaban y mi padre era la única figura que yo temía.
Una noche, todo el
personal médico acudía a la puerta de la clínica. Situada en plena montaña, era
un lugar poco accesible, y por ese motivo, y por la gravedad de aquella mujer, esa noche la ingresaron allí.
Podía oler la muerte a
distancia, con sus extremidades casi totalmente rígidas, de vez en cuando su cuerpo convulsionaba como
intentando reaccionar, abrió los ojos y me miró. Yo estaba tras aquella ventana,
pude sentir su mirada, pero los
medicamentos consiguieron que se tranquilizara, sumiéndola en un reconfortante sueño.
Fue entonces cuando mi madre comenzó a gritar,
exaltada tras uno de aquellos sueños que le perturbaban.
.- Ya la has conocido, no estamos a salvo, pronto conoceremos el
motivo de su llegada. Repetía mi madre mientras se golpeaba contra las paredes.
La abracé fuertemente intentando calmarla, y volvió a quedarse dormida, pase el
resto de la noche aferrada a ella.